"And I'm cutting down the wood
for the good of everyone!"
Corría el año 2004 y, como en muchos otros puntos de mi vida, me encontraba un poco perdido (ahora es más fácil y empoderador definirme como 'buscador', siempre inquieto, siempre husmeando). Como tantos otros chilenos tenía un trabajo que detestaba, sin horizontes entusiasmadores, y lo único que quería era darle un giro a mi vida que me diera la energía suficiente para seguir adelante en el próximo paso. En parte porque no tenía nada que perder mandé postulaciones a distintas universidades en el Reino Unido y por esas vueltas de la vida, sin muchas esperanzas previas, quedé en todas las que había postulado. Todavía me quedaban unos 6 meses antes de tener que irme. Con fuerzas renovadas decidimos casarnos con mi novia, ir cerrando el capítulo del trabajo en cuestión y, casi por casualidad, nos metimos a yoga con la amiga de una amiga para ejercitar "los rodillos". Carmen se llamaba ella y era una inglesa con el corazón enorme (se ofreció para ser nuestra testigo cuando fuimos a pedirle permiso al cura para casarnos). Ella fue quien un día en su casa nos mostró este disco y se convirtió en el soundtrack del proceso de llegar a casarnos con mi esposa y los primeros meses ya casados, en una vorágine apurada y deliciosa.
La primera vez que escuché a Paul Weller, en realidad mirar y escuchar, fue en el depto de una de mis cuñadas viendo un DVD del show de Jools Holland, precisamente de una canción de este disco, Woodcutter's Son. Con su pinta impecable de chaqueta corta, unos pantalones de corte angulado y un peinado mod con chasca; un sonido guitarrero clásico con harto oomph, clase y buen gusto, Weller era el epítome de la elegancia rockera, un verdadero estadista de primera clase, un embajador legendario en la ONU de la música popular. Ah, y además tiene una de las voces soul blancas más seductoras de la historia, sin mayor aspavientos, directo al callo y honesta, como misil cargado de testosterona dirigido a tu corazón. Con mi novia (esposa) queríamos escuchar más del oriundo de Woking. Por esas vueltas de la vida, luego de vivir un año en Brighton, llegamos a vivir a Woking. Habiendo ya comprado gran parte de la discografía de Weller en CD, nos emocionó de sobremanera saber que nuestra conexión con él tomaba un cariz distinto, aún cuando la ciudad es irreconocible en comparación a los años 60 cuando crecía nuestro invitado de hoy.
Vivimos a dos cuadras de la calle que le da nombre a este disco, Stanley Road y, como puede resultar obvio, refiere a la calle donde se erigía su casa de infancia, de la cual no queda nada. En vez de la corrida de casas típicas de la época de postguerra, se erigen un edificio de departamentos baratos en un lado y un enorme edificio de oficinas (llamado Dukes Court) al otro. Si bien le guardamos un cariño especial a la ciudad en nuestros recuerdos, no podemos sino estar de acuerdo con Paul cuando dice en entrevistas que le da pena ver cómo han destruido el centro de la ciudad. Es cierto que los lugares están cargados de recuerdos que acarrean emociones y por mucho que cambien en el mundo físico, para nosotros siempre serán esa calle donde Don Pepe vende pan en la vereda del frente. Si bien no vivimos en el tiempo en el cual Weller crecía en esta calle, algo nos podemos imaginar al escuchar este disco, algo pescamos de la vitalidad que pulsa en él a través de su guitarra y voz.
El disco fue la señal más clara de que Paul Weller había vuelto a sus raíces más rockeras (aunque su disco anterior, homónimo, es igual de bueno que este) luego de un período con la incomprendida banda neo-soul The Style Council. El disco se vendió como pan caliente, con You Do Something To Me de single, en parte porque tanto Oasis y Blur (las dos bandas puntales de esos años en Inglaterra) proclamaban a Weller y su banda The Jam grandes influencias. Creo que además de una reapreciación de su obra por músicos más jóvenes no deja de ayudar que este es un disco con muy buenas canciones, sin puntos bajos y un sonido clásico que no ha envejecido un ápice. Mención aparte merece su cover de la canción pantanosa de Dr. John, Walk On Gilded Splinters y que me llevó a conocer el primer disco de este chamán vudú de Nueva Orleans (para otro día una entrada de este disco único).
Stanley Road tuvo el efecto benéfico de consolidar a Weller como un mito en vida, un ícono inglés con raíces profundas en la tradición, una parte importante del paisaje, del cual se espera que saque discos que, aunque con estándares de calidad disímiles, nunca baja de ser un disco bueno. Lo interesante es que cada persona con la cual hablo de Weller tiene un disco favorito distinto, de hecho para mí por mucho que amo este disco mi favorito es el último, 22 Dreams, un disco doble de peso, con el rango temático y conceptual más amplio de la carrera de Weller, aún cuando no es el más redondo. Siempre me han gustado los discos dobles o triples si es que contienen una colección de canciones notables, aún cuando no cuajen enteramente como LPs. Discos como el Álbum Blanco de los Beatles, el London Calling y Sandinista! de los Clash, Blonde on Blonde de Dylan, Marjory Razorblade de Kevin Coyne, etc. En cambio hay discos que son re consistentes como producto global pero que me terminan aburriendo un poco o mucho, como Exile in Main Street (sí, lo siento) de los Rolling Stones, The Wall de Pink Floyd o The Fragile de NIN. Escojan ustedes, seguro que tienen sus propios culpables.
El disco en vinilo lo vimos en vivo y en directo por primera vez en el museo de arte de la ciudad, el Lightbox que tiene una colección permanente de la historia de Woking y en la sección de músicos famosos mencionan a nuestro amigo Paul y como muestra tenían una copia en vinilo de este disco, cuya carátula fue hecha por Peter Blake (el mismo de Sgt. Pepper's). Recién ahí pude palpar el impacto real que tuvo el disco en el imaginario popular, aunque la bella portada sin duda que lo hace un objeto de arte en sí. En algún momento pensé en romper el vidrio y robármelo, pero mi adicción no ha llegado a tales extremos; tuve que conformarme con comprarlo por Ebay como regalo adelantado de cumpleaños, pero como ese cuento es tan fome, digamos entonces que sí me lo robé y soy un fugitivo de la ley: después de todo ¿quién no ha robado siquiera una barra de chocolates en el supermercado? Eso sí, jamás pensaría en comerme un disco de vinilo. Aún.
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